Sergio Tischler*
A mis amigos hondureños
En resistencia
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Una de las mayores falacias que circulan por los medios y los círculos oficiales es presentar la crisis hondureña como una suerte de anormalidad de un sistema político que, a pesar de ciertos tropezones, funciona bien y constituye el único horizonte posible y deseable. Por esa razón, se argumenta, lo que hay que hacer es perfeccionar la democracia liberal. Siempre nos vamos a encontrar, se dice, con escollos en el camino, pero la democracia liberal es el horizonte que marca el camino.
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Sin embargo, la crisis hondureña está demostrando los límites del sistema. Nos relata de nuevo la vieja historia de cómo la elite política y económica (la clase dominante) está dispuesta a romper con la institucionalidad, creada por ella misma como mecanismo de dominación, cuando se siente amenazada. Es el miedo constitutivo de la dominación de clase.
En este caso, la crisis ha puesto de manifiesto una vez más que la tolerancia no es algo inscrito en las prácticas de la dominación de la elite hondureña. Eso, porque la tolerancia implica la seguridad de la dominación, es decir, que la elite se da el lujo de ser tolerante cuando se siente segura de su hegemonía. Pero una elite que siente pavor ante la eventualidad de que, por las fisuras de la institucionalidad política, se pueda colar la democracia de los de abajo, no puede sino generar violencia y terror. La locura es también social e histórica. Una elite enferma de miedo es una elite esquizofrénica. La “cordura” y la “racionalidad” de los medios civilizados de la dominación esta fuera de sus posibilidades.
El haber nacido enana no es una característica privativa de la elite hondureña. No hay que olvidar que en el país vecino, hace pocos meses atrás, con el llamado caso Rosenberg, se intentó dar un golpe de Estado por parte de los sectores más encumbrados de la elite guatemalteca. Y, que el miedo de esa elite a los de abajo, se combinó con la violencia de la hegemonía norteamericana para producir el derrocamiento del gobierno de Arbenz en 1954. Sus consecuencias: la violencia política que ha costado más de decientas mil víctimas.
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Se presenta el país (Honduras) dividido en dos mitades; dos mitades que es necesario juntar en una suerte de nuevo pacto social para resolver la crisis. Otra falacia. Otra falacia, porque la crisis evidencia que la elite controla el aparato de estado hondureño, y que la política se ha reducido a represión. Con esa visión se quiere construir mediante artificios mediáticos una base social que el régimen de facto no tiene. En terminología weberiana, el “monopolio de la violencia” (acciones represivas del ejército y la policía) que detenta el gobierno golpista no es “legítimo”. Y, a la par de la falta de legitimidad de los usurpadores, el miedo crece dentro del ejército y la clase dominante. Porque el verdadero asunto no es Zelaya, sino el movimiento popular que lo tiene por figura aglutinante en este momento. Es el miedo a lo popular lo que ha provocado la crisis; el miedo a que las masas pasen de ser una categoría subalterna a un sujeto político que desafía la dominación de la elite.
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Pero hay algo más central: la insubordinación popular en Honduras pone al desnudo las debilidades del sistema global en un punto particular. La debilidad “estructural” de la elite hondureña no es explicable en términos locales o nacionales. Expresa también la debilidad del sistema global. ¿Cómo se puede conciliar la democracia liberal con un sistema basado en la explotación ilimitada de los seres humanos y los recursos naturales, con un sistema que produce miseria, marginación, hambre y muerte como parte de su forma normal de su funcionamiento? Es un mito decir, que en la mal llamada “periferia” la acumulación de capital llevará a una realidad cercana a la del “primer mundo”. El mito dice: “Mientras más productivos seamos, mientras más nos esforcemos en transformar nuestra realidad en mercancías y venderlas (la realidad) en el mercado global, estaremos más cerca de lograr el ‘sueño americano’ en nuestras propias tierras.” Mentira. El capital está basado en la reproducción de la desigualdad, y la pobreza es parte constitutiva de su ser. Lo muestran contundentemente las políticas neoliberales. Más pobreza, más miseria. Eso sí, los ricos tienen más, y los países pobres exhiben fenómenos obscenos, como el haber procreado algunos de los hombres más ricos del mundo en un mar de miseria y desastre. Lo presentan como grandes logros de la política macroeconómica. Lo absurdo se vuelve racional. Lo cierto es que el capitalismo tiende a la concentración de la riqueza y no a redistribución de la misma, como nos quieren hacer pensar. En ese sentido, la elite hondureña es una personificación de las carencias y contradicciones del sistema global.
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El gobierno norteamericano también tiene miedo. Por esa razón, junto a las instituciones internacionales, promueve una solución que no mueva mucho las aguas, una solución que restablezca los mecanismos liberales de contención de la crisis. Por eso es tibio. No quiere que el sistema sea desbordado por los de abajo. Le da igualdad real de trato, que no formal- declarativo, a los golpistas. Zelaya no le resulta muy simpático. El gobierno puede tolerar su look finquero y su sintaxis, pero no sus amagos chavistas.
Como ya se dijo, no es él el problema. El problema es más profundo. Se puede plantear como la crisis de la forma liberal del estado para contener y mediar las contracciones generadas por el capitalismo. Esa crisis recorre el sistema. La insurrección en Oaxaca, México, en el 2006 y, más recientemente (2008), la de los jóvenes en Grecia, son algunos ejemplos. El antagonismo entre el capital y la vida humana y del planeta está en el centro. Por más que los políticos, apelando al realismo, hagan malabarismos para ajustar funcionalmente democracia liberal y sus instituciones con la acumulación de capital, el antagonismo saldrá a la superficie como la lava de un volcán en forma de insubordinación social. Una insubordinación que nace de la experiencia inmediata de que algo anda muy mal cuando la democracia sirve para que los ricos se hagan más ricos y los pobres más pobres. Sería un error, sin embargo, apostar primordialmente a una política que disminuya la brecha entre pobres y ricos. Lo más importante es transformar la crisis en un movimiento dirigido a superar ese antagonismo propio del capital.
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La lucha, entonces, va más allá de la restitución de Zelaya .
¡Gracias, hermanos hondureños, por su insubordinación!
Puebla, México, 23 de septiembre de 2009.
* En la elaboración de este artículo debo de reconocer mi deuda con Cristos Memos, cuyo penetrante análisis de la revuelta griega (“Grecia diciembre 2008: crisis, revuelta y esperanza”) saldrá en el número 14 de la revista Bajo el volcán, revista del Posgrado de Sociología de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
* Profesor Investigador del Posgrado de Sociología del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego” de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
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