Oscar A. Fernández. (*)
La coincidencia de voces fuertemente críticas y acciones de apoyo al regreso de la democracia es muy alentadora
SAN SALVADOR - Con el tiempo, las oligarquías, los poderes de facto fascistas nacionales y la participación directa de personajes oscuros, por demás reputados agentes del imperialismo, se ha venido gestando en el mundo y sobretodo en América Latina, una nueva forma de desestabilizar y conspirar contra Estados y formas de gobierno que no son de su agrado, sin importarles su legitimidad, legalidad y popularidad.
A diferencia del golpe de Estado tradicional, el “nuevo golpismo” como le llaman ya algunos, está encabezado más abiertamente por civiles y cuenta con el apoyo de las Fuerzas Armadas, pretendiendo destruir el orden constitucional con una violencia menos ostensible, amparados en la institucionalidad: el Parlamento y la Administración de Justicia, que ha sido adecuada en complicidad con los fascistas, aspirando a preservar el orden establecido por los poderes económicos favoreciendo sus intereses, antes que permitir la fundación de un orden novedoso y con más participación popular.
En Latinoamérica ha existido una suerte de “aprendizaje” en materia de este nuevo golpismo. Por ejemplo, en Ecuador –contra Abdalá Bucaram en 1997 y Jamil Mahuad en 2000–, fueron ganando en efectividad y sofisticación, al punto de que los “cups” cívico-militares fueron, a regañadientes, tolerados y aceptados en la región. No existió una virulencia desproporcionada y las sucesiones presidenciales se encargaron de darles visos de cuasi constitucionalidad. Washington y Brasilia (en especial, en el caso de Mahuad) no cuestionaron seriamente lo ocurrido y el Grupo de Río y la Organización de Estados Americanos se desentendieron.
Tiempo después, en 2002, se produjo la fracasada remoción forzada de Hugo Chávez en Venezuela. La región –particularmente Argentina, Brasil y Chile– reaccionó de inmediato, repudiando lo ocurrido y definiéndolo con el calificativo de golpe de Estado. La Casa Blanca no deploró el golpe; más aún lo justificó (lo mismo hicieron España, Colombia y el Fondo Monetario Internacional). La administración Bush actuó como si se tratase de un “golpe necesario”; es decir, le dio la bienvenida al intento de derrocamiento de un gobierno electo democráticamente, ya que los golpistas actuaban en consonancia con las preferencias ideológicas de Estados Unidos. La coalición cívico-militar venezolana terminó consumando un golpe ortodoxo y autoritario que, no obstante, resultó fallido, pues Hugo Chávez retornó a la presidencia por la presión popular.
En 2004, se produjo la salida forzada de Jean-Bertrand Aristide en Haití, protagonizada por fuerzas especiales del ejército norteamericano, en abierta invasión a ese país. Tal como en Venezuela, en el ejemplo haitiano los golpistas insistieron en que Aristide fue el causante de la crisis institucional y su “mal” comportamiento lo llevó a la remoción del gobierno: de ese modo se justificó la brutal violación a la soberanía de ese país. De hecho, se producía –al igual que en el caso de Chávez pero esta vez con éxito– una inversión de valores, pues se terminó responsabilizando al Presidente en lugar de sus victimarios. La coalición golpista y Washington aprendieron de un error previo en el caso venezolano: en vez de detener temporalmente a Aristide, el embajador de Estados Unidos subió al depuesto mandatario haitiano, en un avión y lo envío a República Centroafricana dónde había triunfado otro golpe auspiciado por ellos (Gabriel Tokatlián)
Hace unos meses, nuevos intentos de golpe “civil” fueron desarrollados en Latinoamérica, con la asesoría y acompañamiento de la CIA y otras agencias como la DEA. Ecuador y Bolivia, que estrenaban gobiernos democráticos populares de izquierdas con basta legitimación, eran una vez más las víctimas. Los intentos se quedaron en eso, pues el apoyo popular y las respuestas contundentes de los gobiernos dieron al traste con estas oscuras pretensiones. En tanto las pretensiones golpistas en Venezuela, no han desaparecido.
El 28 de junio fue derrocado con lujo de fuerza el presidente Constitucional de Honduras, Manuel Zelaya. El presidente del Congreso cómplice, Roberto Micheletti, asumió como mandatario de facto. Los militares irrumpieron en la residencia oficial de Zelaya, lo detuvieron y lo secuestraron dejándolo abandonado en Costa Rica. Los golpistas de la poderosa coalición cívico- militar aprendieron las lecciones de Venezuela y Haití: preservando el funcionamiento del Legislativo y del Judicial, expulsaron del país al mandatario constitucional.
No obstante, el movimiento democrático de nuevo tipo en América Latina sin duda logró, en esta oportunidad, el rechazo y repudio general elocuentes. Todo el hemisferio, sus organizaciones políticas, las Naciones Unidas, la Unión Europea, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, ONG de derechos humanos y gobiernos de diversa orientación ideológica se manifestaron masiva y unánimemente contra el golpe de Estado.
La coincidencia de voces fuertemente críticas y acciones de apoyo al regreso de la democracia es muy alentadora. Sin embargo, si el golpe resulta victorioso –y esto significa que Zelaya no es restituido siquiera temporalmente en la presidencia– entonces la tentación de nuevos golpes en la región está creciendo en los sectores ultraderechistas y fascistas. Los golpistas entonces habrán aprendido una nueva lección: deponer y ejecutar al mandatario en el gobierno, simular que la crisis era de tal envergadura que no había otra opción que remover al Ejecutivo, mantener formalmente las demás instituciones y esperar hasta que las políticas de rechazo al golpe de parte de la comunidad internacional, resulten improductivas. Estarán en capacidad de resistirse mientras Washington de alguna forma les respalde.
El caso de Honduras va más allá de sus propias fro
martes, 6 de octubre de 2009
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